DE LOBO Y HOMBRE
- I. Heiriku
- 19 ene 2016
- 10 Min. de lectura

Hay un hombre durmiendo intranquilo en su alcoba. Sus brazos están temblando, su cuello está tenso y su mandíbula está fuertemente apretada. Su ritmo cardiaco está tan acelerado como el del lobo con el que está soñando; siente su adrenalina, su miedo y su agresividad. En su sueño, un cazador inexperto persigue a la criatura después de haber errado el tiro, a pesar del consejo de su padre sobre dejarlo ir, este cazador está determinado a matar al lobo y aunque no ha tenido oportunidad real de acertarle, ha disparado torpemente hacia el animal, sin saber que alimenta su furia. Le siguió hasta una espesa maleza en la cual el lobo se oculta; desprevenido, el joven se acerca, arma en mano, hacia el escondite, intenta hacer ningún ruido al caminar. Parece ver la silueta de su presa, agazapada entre la alta hierba.
El hombre que sueña esta tragedia abre el ojo izquierdo a la vez que todo su cuerpo se tensa: al igual que el lobo muestra la dentadura. El cazador dispara a lo que creía ser la bestia. En un instante, el animal se lanza al cuello del joven iluso y este logra gritar a penas unos segundos antes de que su garganta se ahogue en sangre. El lobo suelta a su víctima al ver que convulsiona y huye de la escena. Esta noche un joven muere en el bosque reducido de cazador a presa.
***
Desperté de un terrible sueño al medio día, mi ojo izquierdo estaba más que irritado. Ardía. Mi primera impresión al reconocer que era el sol lo que invadía mi habitación con potentes rayos de luz es que había faltado a mi primera clase. Lancé un insulto a mi suerte antes de recordar que era domingo. Me levanté para después dirigirme al cajón donde guardo mis medicamentos; entre mis somníferos y aspirinas estaban las gotas humectantes para mi ojo; era la novena ocasión en amanecer con un ojo irritado, otra vez el izquierdo y otra vez un sueño sobre un lobo. Después de aplicarme la solución, me vestí rápidamente sin revisar siquiera si lo que me ponía combinaba, lo cierto es que entonces yo era una persona altamente descuidada, eso explica como hasta los treinta y un años es que conseguí mi primer trabajo verdadero y realmente se lo debía a mi hermana, quien logró -en su puesto de directora- darme un grupo de primaria al cual enseñar. Y ahora la había dejado esperándome en un restaurante en el que habíamos acordado desayunar a las once y media. Le llamé y allí seguía, a punto de irse, me disculpé y salí a la calle a parar un taxi.
Cuando llegué, un mesero me trajo el menú, Ana pidió un té para no quedarse viendo solamente como comía.
-¿Te quedaste dormido? ¿Así esperas que tenga confianza después de haberte dado un grupo?
-No puse alarma para el día de hoy, Ana. Es domingo, mañana será otra cosa.
-Sabes que lo hago por papá, ¿verdad? Me estoy arriesgando al darte este empleo.
-¿Cuál es la dificultad de un grupo de primaria?
-Tu comportamiento, Santiago. No solo tu irresponsabilidad; como tratas a la gente con esa soberbia, con ese menosprecio hacia todos nosotros, quiero que recuerdes que son niños.
-Cálmate, Ana.
-¡Es que es demasiado! -ella apretó el puño izquierdo para relajarse. -Contratar a alguien como tú, sin los estudios correctos, ni experiencia, y que encima sea para complacer la voluntad del moribundo padre que no quiere ver a su hijito muriendo de hambre…
-Gracias. -Le interrumpí, ella soltó un bufido.
-Necesito saber que puedo confiar en ti, Santiago.
-Lo haré bien.
Ella terminó su bebida y se levantó.
-Tenía algo más que decirte, pero has llegado demasiado tarde. Será en la semana, supongo.
Puso su mano sobre mi hombro y después se fue. Me di cuenta, unos minutos después, que mi corazón se había acelerado y sus latidos se sentían en mi ojo irritado. Dejé mi plato a medias al confundir el sabor de lo que comía con el de la garganta del cazador de mi sueño.
Esa tarde no pude dejar de pensar en mi sueño. Las veces anteriores solo había soñado fragmentos de una noche cualquiera de aquel lobo, pero en esta ocasión me había conectado con la criatura, como si en vez de ser producto de mi subconsciente este si existiera. Lo más notable había sido su astucia; esconderse para atacar, matar para escapar. Había sido rápido, preciso. Al caer la noche programé cientos de alarmas, tomé un somnífero y esperé -sin miedo ni intriga- soñar nuevamente con el lobo. Sin embargo, no le soñé en aquella ni en las siguientes noches, aunque sí esperaba que pasara pues no habría sido la primera vez que los sueños se interrumpieran por unas cuantas semanas. Me mantuve distanciado de los niños lo más prudente que pude, así mismo hice con mi hermana con la cual solo llegué a cruzar una cuantas palabras el primer mes de clases.
Todo comenzó a desmoronarse cuando los somníferos dejaron de hacer efecto. Descansaba casi nada. Llegué tarde un día de examen, Ana me sustituyó hasta que hice presencia en el salón de clase. Saqué los exámenes de mi portafolio y entregué uno a cada alumno. Di las instrucciones y salí del salón para echar un vistazo; mi hermana ya se había ido. Me senté en mi escritorio y con una mano tallaba el ojo de siempre; era extraño, pues debía haber dormido una hora a lo mucho y no recordaba haber soñado algo. Traté de mantenerme consciente en lo que los niños escribían en sus hojas de examen hasta que mi visión se confundió: veía el salón y el bosque al mismo tiempo. Comencé a temblar en lo que mi equilibrio intentaba -fallidamente- mantenerme en pie. Sentía como daba unos cuantos pasos frente al pizarrón pero a la vez corría entre los árboles. Unos niños se asustaron cuando caí al suelo, otros se acercaron a mi para comprobar que estuviera bien, pero la comprensión de mi mundo era casi nula y la visión con mi ojo derecho se tornaba borrosa al tiempo que el izquierdo me dejaba ver la sorpresa del lobo al comprobar que alguien le seguía: era uno de los cazadores de hace varias noches atrás, el padre de aquel al que había asesinado.
Cuando desperté, estaba en la enfermería del colegio. Mi hermana, aunque parecía molesta, dejaba entrever su preocupación hacia mi. Pregunté lo ocurrido, fue difícil recordarlo. Tras un pequeño interrogatorio confesé que no estaba durmiendo bien últimamente. Ana me preguntó si había dejado de tomar mis pastillas, le dije que ya no estaban funcionando. Me dieron unos días de reposo para que intentara descansar y fuera a un médico. Mientras tanto, mi hermana cubriría mi horario de clase y volvería a evaluar a los niños. Cuando regresé a casa ese día, era la una de la tarde y dormí hasta la mañana siguiente.
El lobo regresó a mi sueño por última ocasión. El sueño fue distinto a los demás, no veía al lobo sino que yo era la criatura. El sol se despedía en el horizonte y el hambre me indicaba que era momento de cazar. Mi olfato reconocía a un zorro a unos cuantos árboles alejado de mi, su calor me invitaba a devorarle. Una vez lo hube reconocido visualmente, corrí hacia él; mi presa sabe que soy feroz e imparable. No tardé en atraparle -intentó resistirse- y matarle. La caza era mi alma en ese momento, después de todo, el lobo caza y para ello existe. Desgarro el cuerpo de mi víctima y sus restos desprenden vapor alzándose sobre la nieve. Cuando escucho el paso humano crujiendo una rama es demasiado tarde. Siento el disparo que me acierta en el lomo, breves lazos de consciencia con mi forma humana me dejan saber que mientras el lobo aúlla yo estoy gritando por el mismo dolor. El lobo intenta alejarse, pero sus patas traseras a penas le responden. El viejo que le ha hecho daño se acerca tranquilamente hacia él; su mirada es sombría, no es el hambre lo que le hizo cazar sino la sed de venganza. El lobo le ruge.
-Desollaré la piel que perseguía mi hijo, bestia. Y dejaré que seas testigo de ello.
Siendo el lobo, no logré comprender en ese momento lo que me parecieron extraños sonidos de la boca de un monstruo. Aullé, pero no por miedo o dolor, aullé como solo un lobo caído puede comunicar que va a morir y desea que lo ayuden en ello. El viejo tomó su arma y golpeó mis fauces hasta romperlas para evitar mordiera. Sin embargo, el mensaje había sido recibido a tiempo. Una manada de lobos corrieron hacia mi, la presa fácil, hasta divisar al adversario que me había herido; si querían mi carne, primero debían deshacerse de él. La nieve se tiñó de rojos humanos y caninos mientras la oscuridad de la noche se confundía con la del lobo perdiendo la vida. Desperté sintiendo mordidas y mi piel desgarrada. Mi mente tardó en reaccionar ante la realidad: era humano y aquello no me había ocurrido. No pude abrir el ojo izquierdo durante una casi hora.
Volví al trabajo dos días después a la muerte del lobo en mi sueño. Los somníferos volvían a hacer efecto, pareciera que el fallecimiento de la criatura me dejó descansar. Algunos niños me recibieron con chocolates que habían mandado sus padres para mi con cartitas que empezaban con “Para el querido maestro Santiago”. Odio el chocolate.
Mi concentración era mejor ahora, preparaba los materiales de estudio con eficacia y con varios días de antelación. Despertaba diez minutos antes de que sonaran las alarmas y pronto descubrí que no necesitaba ya de los somníferos. Pasaron dos meses sin que soñase algo, sin amanecer con el ojo izquierdo irritado. En una ocasión explicaba la adoración de los pueblos mesoamericanos a la naturaleza y reconocí cada cosa que ocurría en mi entorno. Como si más que objetos y personas, pudiera ver el movimiento. Una semana después de aquel acontecimiento, me descubrí escuchando la clase del salón contiguo al mío, con solo dirigir mi atención podía escuchar los golpeteos de lápices de mis alumnos o las voces de las personas que pasaban fuera de la escuela. Y no solo mi vista y mi oído habían mejorado, percibía las cosas por sus vibraciones, reconocía el aroma de cada uno de mis estudiantes y perdí el apetito por los alimentos sintéticos. Reflexioné al respecto y aunque no quería admitirlo, sabía que tenía que ver con el lobo, hubiera sido este solamente un sueño o una clase de conexión sobrenatural; su muerte me había permitido acceder a mi propia naturaleza, pues este dominio de mis sentidos no lo considero sobrehumano de ninguna manera. Es solo que los humanos nos hemos acostumbrado a la vista y el oído, y limitarles para lo cotidiano, cuando nuestro cuerpo tan perfecto funciona para mucho más.
Una noche desperté con el cuerpo tenso y mi ojo izquierdo era el único que me permitía mirar. Pasé eternos minutos sin poder moverme, sin poder parpadear siquiera; solo sentir como mi ojo se irritaba. Hasta que finalmente, mi brazo se levantó por su cuenta. Mi corazón se aceleró y nuevamente sentía sus latidos en mi vista como si la habitación entera temblara. Cuando por fin salí de la parálisis, me sentía completamente perdido. Me retorcía en el suelo al tallar mi ojo izquierdo obligándolo a lagrimar. Por la desesperación, me arrastré hasta el cajón de los medicamentos y dejé que cayera ruidosamente al suelo. Recogí la solución oftalmológica y dejé que sus gotas cayeran sobre mi rostro entero esperando que alguna entrara a mi ojo izquierdo. Su pulso continuaba resonando en mi cerebro. Forzadamente me puse en pie y a largos pasos llegué a mi cocina, ¡ya no sabía que hacer! No pensaba con claridad hasta que frente a un espejo del pasillo me contemplé -cuchara en mano- dispuesto a quitarme el ojo.
-¡Lo voy hacer, maldita sea! ¡De verdad lo haré! -amenazaba a mi sufrimiento.
Coloqué el frío metal entre mi párpado inferior y el ojo. Dubitativo. Pero finalmente tiré la cuchara con bastante furia. Me acosté en posición fetal y lloré en mi desesperación hasta quedar dormido.
Al día siguiente, a penas llegué a la hora de comienzo de clases, mi ojo continuaba irritado. Inclusive Ana llegó a notarlo. Pasaron las horas en el salón y fui tan consciente de todo como ya era mi costumbre, sin embargo, me dejaba perder en mis pensamientos. No podía dejar de recordar mi locura de la noche anterior. Repentinamente, sentí una punzada de dolor en el ojo y seguido a esto, reconocí en mis alumnos un aura que les rodeaba. Y esta se veía y olía a inocencia, a debilidad. El hambre me consumía y sus cuerpos gritaban su condición de presa. Aunque fue la primera vez que probé carne humana, su sabor lo reconocí enseguida.
Maestros entraron horrorizados a mi salón de clases, los derribé sin el menor esfuerzo para lograr salir de allí. No recuerdo como pero llegué a casa. Enjuagué mi cuerpo en la regadera mostrando mis fauces bañadas en sangre. Me vestí, me puse una gorra para evitar me reconocieran en la calle; los noticieros estaban plagados con el incidente de la escuela: la obra de una bestia.
Finalmente escapé de la ciudad y del estado. Por unas cuantas semanas me dediqué a esconderme viviendo en la calle, descubrí que unos momentos después que yo abandonara mi casa había llegado la policía; se interrogó a mi hermana, a mi padre; se cuestionó a todo aquel que me conocía. Incluso llegué a leer que algún intelectual se dedicaba a elaborar un perfil psicológico de mí. Sin embargo no comprenden que yo no hice esas cosas -¿Y cómo explicárselos?- sino mi cuerpo, sino un instinto que tomó sus propias decisiones. Durante el tiempo que me escondí en la calle ese mismo instinto volvió a tomar control, me volví en un espectador de cacerías de ratas, perros y gatos cuando el hambre llamaba, pero esas criaturas no llegaron a satisfacerme, pues no alimentaban a mi naturaleza.
En la cadena alimenticia, el grande come al chico, el menor huye del mayor; pero nosotros los humanos estamos por encima de todos y aunque lo correcto es pensar que entonces cazamos a todas las criaturas inferiores, no existe de quién huyamos. Entonces nos escondemos de nosotros mismos, el hombre caza al hombre ¿Y por eso existe? En un mundo donde la naturaleza es tan perfecta que cada criatura tiene una función, un propósito por el cual adquirir la vida, tenemos que preguntarnos para qué fuimos diseñados, si cazamos todo y a nosotros mismos; podemos terminar lo que nos rodea. Aunque el hombre rechace su salvajismo, lo cierto es que es la peor de las bestias. Renegar de nuestros sentidos e instintos solamente atrasa nuestro propósito final.
Alcanzada la tercera semana en fuga, se reveló que la vergüenza había acabado con la vida de mi padre enfermo. Emprendí el viaje y me dirigí a la casa de Ana. Cuando llegué era de noche, no quería abrir la puerta. Tuve que derribarla. Mi hermana corrió de mi, yo la seguía caminando, intentando tranquilizarla. Pero fue inútil, intentó apuñalarme y mi instinto reaccionó con una mordida que le desgarró el cuello. Ana cayó al suelo y encontró la paz hasta que su cuerpo dejó de resistirse a la muerte. Solo viéndola así noté que su figura era inusual, que su vientre era prominente; hace meses me iba a informar que estaba embarazada. Quise llorar en aquel momento, pero mi cuerpo se resistía. Cuando escuché las patrullas acercarse al domicilio eché a correr, aunque en ocasiones me detenía en contra de lo que el instinto comandaba. Permitiría ser capturado, dejaría que me torturaran, que me asesinaran, pero este cuerpo ya no solo es mío. También es del lobo.
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