Casi
- Julia M. González
- 10 feb 2016
- 3 Min. de lectura

Matías levantó la vista y miró al frente. El nudo que se le atravesó en la garganta y el choque eléctrico que le nubló la mente le hicieron arrepentirse de inmediato. Apuró un sorbo de aquel café imbebible que le quemó la lengua sin que lo notara siquiera. Lucía tenía la mirada clavada en algún lugar lejano al que él, aunque se dejara la vida en el intento, jamás podría acceder. Estaban sentados en la misma mesa mediocre de siempre, al fondo de la misma cafetería mediocre de siempre. Cada miércoles se reunían ahí sólo porque ella estaba enamorada del retrato en blanco y negro de una geisha que nada tenía que ver con el ambiente fallidamente modernista del lugar y que estaba colgado en un lugar casi invisible, junto a los baños. Él iba sólo porque estaba enamorado de ella.
Lucía sostenía entre las manos una taza de té que se perdió a medio camino de sus labios y miraba embelesada a una pareja de ancianos. El hombre, un racimo de huesos frágiles, sostenía con una mano pálida y nudosa una cuchara con la que alimentaba a su esposa, un bultito inerte con la mirada perdida en dimensiones inalcanzables a quien le escurría un hilillo de saliva por la comisura de los labios. Lucía veía sólo lo que deseaba ver, ajena por completo al patetismo y la decrepitud de la escena, y sus labios estaban congelados en una sonrisa prodigiosa, uno de aquellos milagros que, aunque sabía la verdad, a Matías le gustaba imaginar sólo suyos. Ella frunció las cejas en un gesto delicioso, anhelante, desesperado.
Entonces se giró para mirarle. Sonreía, pero en los ojos llevaba la expresión triste de quienes en la vida sólo han conocido aquellos sucedáneos del amor que nos dejan más vacío que satisfacción. Carajo, es bellísima, pensó.
–Encontrar un amor así –dijo Lucía en un susurro casi inaudible.
Él luchó contra el impulso de sacudirla, regresarla a la realidad. Quiso gritarle entonces que jamás iba a encontrar un amor así, que probablemente el pobre hombre ya no amaba a ese cascarón marchito en que se había convertido su esposa, que los amores así no se encuentran, se crean, y que anhelaba más que nada en el mundo que ella despertara un día decidida a crear el amor de su vida con él. Deseó besarla, tocarla, morderle los labios. Alguna parte de su mente registró incluso el deseo mórbido, inaceptable casi hasta para él mismo, de tomarla justo entonces, sobre la mesa, de hacerla suya a la vista de todos. En lugar de ello, se apresuró a quemarse la lengua con el café en un último intento por no arruinarse la vida.
Lucía le dedicó una última sonrisa triste antes de anunciarle que debía irse, debía reunirse con su madre. Lo besó en la mejilla antes de salir a la calle inmersa en sus fantasías. Y él se quedó respirando el perfume de su cabello mucho tiempo después, sintiéndose como Apolo persiguiendo a Dafne en una lucha imposible contra el destino. Una parte de él se preguntó qué habría pasado si lo hubiera hecho, si hubiera sacado a Lucía de sus ensoñaciones con un beso. La otra parte ya sabía la respuesta: Lucía tenía el alma rota y ni ella ni él sabían amar. Además, el hubiera no existe y su novia lo esperaba en casa.
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