LA LUZ DE ENRIQUE LARA SACIÑA: II
- I. Heiriku
- 25 jun 2016
- 20 Min. de lectura
CAPÍTULO II:
REFLEXIONES LUMINOSAS

Miré el reloj de pared, señalaba las seis de la mañana con un par de minutos. Aarón dormía -claramente incómodo- junto a mí; se aferraba con fuerza a la sábana, presa de los siete grados a los que nos encontrábamos. Cerré los ojos otro par de minutos, aunque bien sabía que ya no podría dormir otra vez; aunque el cansancio de haber dormido tan pocas horas debiera ser mayor, no padecía clase alguna de fatiga, ni siquiera me dolían los ojos como suele ocurrir todas mis noches insomnes. Lo cierto es que me sentía desorientado; la incertidumbre sobre como habría de vivir mis últimos siete días resonaba en mi cabeza, acompañada de la voz que había anunciado aquel destino. Cubrí a Aarón con la sábana que se me había dado y me incorporé, era hora de volver a casa.
Llegué únicamente para recoger mi cartera y desconectar mi celular, estar en mi cuarto me llenaba de tristeza, miedo y una especie de nostalgia. Salí a la calle y en cuclillas me recliné en la caseta de mi motocicleta durante un buen rato, pensando en qué era lo que debería de hacer. Por un momento me sentí identificado con la ansiedad de los viejos, sobre todo de aquellos abandonados en los asilos: la noción del compás agonizante de un reloj interno que eventualmente habrá de quedarse quieto, el resentimiento con uno mismo por no haber hecho suficiente, la amargura de no haberse dado cuenta que disfrutar la vida era tan importante; pero sobre todo la sombría aceptación de que poco puede hacerse para remediarlo.
<<¿Pero qué puedo hacer entonces?>> me pregunté, lo cual me puso a reflexionar en todas las aspiraciones que tuve para corto y largo plazo, desechando una a una mis metas más estimadas: <<ya no regresaré a New York como me prometí que lo haría, ni llegaré a conocer la Côte d’Azur, no escribiré un libro que pueda considerar legado -a lo mucho podrán reunirse mis modestos cuentos y poemas-, no seré considerado la inspiración de siquiera una sola persona…>> Una vez hube terminado de considerar todos los que fueron mis sueños, sellé mis reflexiones con un lloroso pensamiento: <<Viví y moriré sin haber sido alguien>>. Respiré una débil bocanada de aire que adversamente hizo sentir en mi pecho un gran vacío. <<¿Y qué puedo hacer ahora?>> me pregunté <<¿Qué puedo hacer que enmiende mi falta de ímpetu, de acción, de interés por formar una vida? ¿Qué se suponía que hiciera sino esperarme una considerable longevidad?>>, pues nadie cree que morir joven sea posible, o más que posible, que sea justo; confiamos ciegamente en que la vida seguirá nuestros estándares morales, que así como existe cielo y tierra se halla el bien y el mal, con el primero a la cabeza. Pensamos que de este modo, la vida juzga, recompensa y castiga según nuestras actitudes. Pero esto no es más que una fantasía -¡Y quién mas que yo, que he presagiado a través de luz la muerte de decenas, debería saberlo!- pues llegamos a la vida ya con un tiempo destinado para libremente tomar de ella sus bellezas o sus horrores; la felicidad, entonces, es algo que nosotros decidimos conseguir, y esa decisión representa nuestra voluntad, pero también, nuestras acciones. Esos sueños míos, me di cuenta, no significaron nada verdadero, fueron sueños y nada más; había creído que si los cumplía habría sido feliz, pero no era verdad… Si yo realmente hubiera deseado la felicidad, habría luchado por llegar a ella.
Me di cuenta que no quería morir sin haber probado la felicidad verdadera, y en ese momento me descubrí pensando en aquellas cosas capaces de causarme alegría. No fue hasta entonces que valoré las sonrisas que me provocaba el pasar tiempo con mis amigos, el platicar con mi tía; decidí que mis últimos días los dedicaría a ellos y que si podía los recompensaría, decidiendo también que debía librarme de los pesares que estúpidamente seguía arrastrando, obviamente dificultando que alcanzara la felicidad; perdonaría a quienes me han roto profundamente -sobre todo mi madre, y Mariana- y dejaría de temer a la soledad y a la muerte.
Así, pese a seguir sintiendo aquel vacío en mis pulmones, me puse en pie. El día sería largo, no sería necesaria la motocicleta; me decidí a caminar hasta el Parque Metropolitano y recorrerle mientras esperaba que mi tía Ana saliera de dar clases en la universidad. Saqué mi celular antes de ponerme en marcha y le escribí a Aarón: <<Salí temprano, no iré a clases. Ya estoy mejor. Dile a Danny que gracias por todo y que disculpe las molestias. Si sale plan al rato, no dudes en avisarme ¿ok? Gracias>>. Dudé, pues no estaba seguro si daría una señal errónea, pero al cabo de unos segundos agregué antes de enviar: <<Te quiero>>.
Mi tía saldría de trabajar a las doce del día. Cuando emprendí la caminata hasta el Parque Metropolitano faltaban veinte minutos para las siete; desde mi casa hasta el parque, a pie, uno se hace alrededor de hora y media; pero para mí eso no significaría causa alguna de cansancio, pues a decir verdad yo siempre tuve buena condición, incluso después de largos periodos de inactividad física. Además, recorrer las calles de esta hermosa ciudad que me acogió desde aquella turbulenta infancia mía, significaría para mi una grata despedida de Buen Luján. Descubrí nuevamente los detalles del camino que ya bien conocía, me vi fascinado por la personalidad delicada -pero no totalmente seria- de los edificios y de las vías, <<¿Cuándo había aparecido tanto detalle arquitectónico?>>, y conforme avanzaba la mañana, la ciudad cobró vida; fui testigo de los rituales matutinos que renuevan las rutinas cotidianas de las personas, pareciéndome todos un arte; un padre de familia apurando a sus hijos a entrar al auto a lo que descubre que tiene un zapato desamarrado, el muchacho del puesto de periódicos sacando los estantes de revistas con evidente fatiga, hombres de oficina caminando a toda prisa cargando sus portafolios con una mano y café con la otra. Todos ellos -y muchas más personas- que llegué a cruzar en mi camino me resultaron una verdadera paradoja, pues los reconocía como algo común y familiar, pero a la vez los consideré seres peculiares, personajes que habrán de ser el rostro de una época que pronto abandonaría.
Llegué al parque en el tiempo estimado.
Lo primero que hice al cruzar el portal que reza en grandes letras “PARQUE METROPOLITANO”, fue dar un gran respiro para llenar mis pulmones del que sin duda ha de ser el aire más limpio de Buen Luján. Avancé por el sendero con más detenimiento que al hacerlo en las calles, contemplaba el lago aun en la lejanía, escuchaba con atención a las aves y otros ruidos del parque que me hacían sentir como en un bosque; y como aquellas bellísimas tomas en “The Revenant”, veneré las copas de los gigantescos árboles que me rodeaban, cuya gran altura evocaba superioridad y armonía. Hice tiempo siguiendo el empedrado principal hasta llegar al puente que cruza el lago; allí, le subí con el fin de detenerme en el centro del estanque y mirar los árboles reflejarse en el agua. Aquella fue la cúspide de mi estado de tranquilidad, sin duda necesitaba esa calma después de la tormenta de temores y tristezas que me había azotado hace unas cuantas horas. Pasé largo rato en aquel lugar con la mente en blanco, entre mirando a los patos un tanto y luego mi reflexión en las aguas otro poco.
Descubrí que el lago adquiría cierta luminosidad; como luciérnagas destellaban innumerables brillos sobre el azul verdoso del estanque y fue entonces que mi calma empezó a lentamente dispersarse. Sentí una presencia alrededor de mí -observándome- intentando alcanzarme. Terminé de cruzar el puente hasta el otro lado e intranquilo caminé aprisa, huyendo de lo que seguramente era el ente de luz. Musitaba para mis adentros que solo se trataba de ideas mías, que tenía que relajarme. <<Enrique, te hiciste la promesa de no seguir teniendo miedo>> me reprimí. Finalmente la sensación desvaneció, no obstante, las sombras de los árboles se notaban arrebatadas de su profundidad; la luz matinal que cubría el parque ahora se percibía -aunque de innegable hermosura- antinatural. Me senté en una banca y acaricié mis párpados con los dedos, en aquel momento pasaba frente a mi un vendedor de algodones de azúcar; me ofreció el comprar alguno y ante mi negativa se dispuso a continuar su rumbo, a lo que fue llamado por una voz masculina a unos metros de nosotros. El hombre llevaba de la mano a una niñita de aproximadamente siete años; pude ver que la niña vestía el uniforme de una escuela primaria cercana al parque y, cuando se hubo acercado, que bajo su aun lloroso ojo resaltaba un moretón sobre el pómulo.
-Deme uno color rosa y otro azul. -Pidió el hombre, para después palmear sus bolsillos en busca de monedas.
Pagó, y sin prisa dirigió a su hija junto a él hacia la barandilla que bordea al lago, a poca distancia de mí. Sentó a la niña en el pasamanos y él se recargó, rodeándola con el brazo.
-Ahora sí, pequeña borreguita, ¿Ya estás más tranquila? -Preguntó él a su hija.
-Si papá… Perdón por hacer que te llamara la directora, es que yo estaba muy triste.
-No pasa nada, con un día que falte al trabajo no se va a acabar el mundo ¿o sí?
-¿Pero no te regañarán por salirte?
-Quiero ver que lo intenten. -Afirmó su seguridad con una muy sincera sonrisa.
-Bueno…
-¿Me dirás lo que pasó?
-Pues es que Nora…
-¡Ay, esa Nora otra vez!
-Si… Comenzó a decirme que tú no eras mi papá, pero yo sé que eso es mentira así que me tapé las orejas para ignorarla y entonces me pegó aquí en el cachete. -Señaló el moretón bajo el ojo. -Y después de eso me siguió diciendo que mi mamá me había regalado y le llamé a la maestra pero ella solamente se quedó sentada, y no… no me hacía caso. -Concluyó la voz al punto del quiebre.
-Ya, ya. ¡Tranquila borreguita! No pasa nada.
-¡Pero es que siempre me molesta!
-Lo que pasa es que está celosa de ti. ¡De verdad! Tú no solo eres una niña muy lista, buena y mas que nada, bonita, sino que siempre has sido una niña feliz… Lo malo es que cuando los demás envidian algo, sobre todo cuando envidian la felicidad, buscarán cualquier cosa con la cual hacer sentir mal… Y pues, en este caso, me vieron a mi, pues como no entienden a nuestra familia, creen que está mal y por lo tanto el hecho de que tú seas feliz en casa les molesta. En vez de intentar tirar la alegría ajena deberían arreglar lo que a ellos los mantiene en amargura ¿No te parece?
-Sí, creo que sí.
-En fin, Nora ya no va a ser problema nunca más. Tampoco tu maestra.
-¿De veras?
-Así es. Había tomado la decisión desde hace una semana pero a partir del lunes es oficial. Irás a otra escuela. Y por tus amigas no te preocupes, podrán visitarte cuando quieran y están más que invitadas a tu cumpleaños.
-¡Qué bien! -Por primera vez sonrió. -¡Te quiero mucho papá!
-Vamos, crucemos el lago una vez más y vayamos a casa.
Qué maravilla de padre. La sociedad suele ignorar la sensibilidad masculina, como si fuera un fenómeno improbable e inexistente en la mayoría de los hombres, y cuando la hay, la catalogan de debilidad. Pero si la gente mirara con poco más detenimiento los ojos de un padre, descubrirían un amor repleto de dudas y de esfuerzos; un amor que prefiere desconocer el paso del tiempo pues temen la inminente partida de los hijos.
Les miré de reojo hasta que subieron al puente y me puse en pie, decidí tomar la ruta larga hacia la salida e ir a desayunar. No había dado mas que un par de pasos cuando escuché aquella profética voz que conozco de tantas noches atrás: <<Morirá en once mil seiscientos treinta y ocho días>>. A pesar de la falta de un nombre y que la persona ya no se encontraba en mi campo visual, supe a quién correspondía aquella cuenta regresiva: el vendedor ambulante. No dio tiempo de extrañarme siquiera cuando escuché un nuevo fatídico anuncio: <<Morirá en veintiséis mil ciento un días>>. En mi mente brotó el rostro de la niña y aunque faltaba mucho tiempo aún, no pude evitar sentirme triste por ella; sin embargo, todavía faltaba un último y lamentable mensaje:
<<Morirá en mil ochenta y tres días>>. Su padre.
Miré a mi alrededor en busca del ente de luz, pero no pude distinguirle por ninguna parte, aunque sentía aún su cercanía -su presencia- como una presión fantasma sobre mis hombros. ¿De dónde, pues, habían provenido aquellas profecías? ¿Por qué ahora y con tanta anticipación? Caminé hacia el acceso al puente y pude ver al padre y a su hija alejándose, intercambiando unas cuantas risas. Cada paso de ellos agitaba mis dudas desesperadas <<¿Debería decirle que le queda menos de tres años de vida? ¿Cómo convences a un hombre de un anuncio de tal magnitud sin parecer un demente?>>, pensé en la dulce escena de la que fui testigo hace unos minutos y me dolía pensar en lo poco que podría disfrutar él junto a su hija, lo mucho que le dolería a la niña <<¡Yo mismo lo he vivido!>> pensé apesadumbrado. Avancé, decidido a llamarle y decírselo con discreción, le contaría mi propia historia de ser necesario; pero entonces recordé la desastrosa reacción mía de aquella madrugada, formulando una aun más preocupante duda: <<Y si me cree ¿Qué será de él?>>. ¿Viviría con miedo? ¿Con tristeza? ¿Se alejaría de su hija para aminorar el dolor de su falta? Veces anteriores anuncié las muertes que el ser de luz me había informado, pocos me habían creído, y ninguno de los que me creyeron terminó sus días sin pesar. De hecho fue por esos casos que había desistido el anunciar aquellos fúnebres presagios; entendí que nadie está supuesto a conocer la fecha de su propia muerte, pues abandonarían la vida incluso antes… Apreté los puños y resignado di la espalda a los dos caminantes sobre el puente; me despedí de ellos en silencio, deseando que la mayor parte de los días restantes los vivieran con alegría.
En mi salida del Parque Metropolitano me crucé a varias personas a mi paso, de nadie escuché los días restantes. Fue como si finalmente, el ‘momento de luz’ que comenzara desde mis reflexiones en el puente hasta la resolución de mi dilema, se hubiera acabado por completo. Seguía extrañado por lo súbito e inusual de aquella experiencia, pero decidí no pensar en ello demasiado y lo cierto es que habría sido incapaz de comprenderlo en ese entonces.
Desayuné en un pequeño restaurante a unas calles de la casa de mi tía. De aquel restaurante yo había tenido una evolución desde mi primera impresión negativa cuando niño mi tía me llevó al lugar, a una vaga aceptación que a través de los años se tornó en cariño. Hay un cartel despintado que señala que el nombre del establecimiento es “El Rincón de los Mosqueda”, pero el restaurante es de esos sitios donde el nombre no es realmente importante; dentro no caben mas de cuatro mesas y fuera se colocan otras dos, dependiendo del clima; las vigas del techo, al principio, se ven inestables y provocan desconfianza; en las paredes no hay ningún adorno, salvo una de ellas, que está recubierta de espejos que hasta cierto punto pueden cansar la vista… Pese a todo ello, merendar allí se convierte en un gusto adquirido; el lugar siempre está ambientado por música sinfónica, el menú es sencillo pero las órdenes son preparadas con rapidez y exquisitez, y el trato es tan familiar -sin perder la formalidad- que llega un momento en el que uno se siente parte de los Mosqueda. Aquella mañana comí con calma, degustando cada bocado del omelette mientras por las bocinas sonaba el Concierto para Piano No. 2 de Rachmaninoff; terminé mi café negro al mismo tiempo que concluía el último movimiento de la pieza, pagué la cuenta dejando una considerablemente generosa propina y seguí mi camino.
En unos minutos me encontré enfrente de la puerta principal de la casa donde viví desde los seis años hasta los inicios de mi joven adultez, llamé al timbre pues aunque tenía una copia de las llaves nunca las traía conmigo. En poco tiempo fui recibido con sorpresa por Margarita, la empleada doméstica.
-¡Muchachito! ¿Y ese milagro que vienes de visita?
-Hola Margarita, ¿Cómo ha estado todo?
-Lo normal, ya ves, no había ni bien llegado de comprar víveres para preparar la comida cuando tocaste el timbre. Pensé que había tirado algo por ahí o algo así.
-¡Pues qué suerte! Me imagino entonces que aún no ha llegado mi tía.
-No, no. Aún no. Pero no tarda, pásale, es tu casa a fin de cuentas.
Tenía razón, no había lugar alguno en el que sintiera el calor de hogar como ahí. Noté que nuevas plantas habían sido cultivadas en el jardín, también habían recientes adquisiciones; un cuadro decorativo, una televisión más amplia y los muebles habían sido forrados nuevamente o cambiados, no podía estar seguro. Pero a pesar de estos detalles, el lugar seguía siendo el mismo, se respiraba la intelectualidad de las múltiples pláticas que tuve con mi tía y a cada paso revivía recuerdos, al cabo que cuando me senté en el sillón de la sala de televisión, me pregunté los motivos por los que había dejado esa casa. <<¡Qué estúpido fui!>> pensé mientras resoplaba con reproche. Bien sabía que eventualmente me tendría que haber ido, pero ¿tenía que haber sido tan temprano? Tuve bastante libertad en aquel lugar y la compañía de mi tía, aunque en diferente habitación, me permitía dormir con una tranquilidad que fui incapaz de recuperar cuando me fui. Había sido necedad, producto de una batalla interna, pues toda mi adolescencia me reprimí por necesitar de la compañía ajena; en mi irreal batalla contra la soledad, intenté demostrar a todos y a mí que podía vivir de manera independiente, no habían pasado ni dos meses de haber cumplido diecisiete años cuando le anuncié a mi tía que había encontrado una casa en renta y la oportunidad de dar clases de inglés y francés en un instituto de idiomas. <<Con ello podré pagar la renta y lo que necesite para comer>> comenté orgullosamente. Ella no intentó frenarme, pero sí logró que aceptara a regañadientes un dinero mensual pues consideraba que me iba a hacer falta… Y estuvo en lo cierto. Aquel trabajo rendía para cubrir la renta y comprar comida para media semana, la presión por mi carrera creció a la mitad del primer semestre y terminé por renunciar a mi empleo de medio tiempo, siendo desde entonces mi único soporte la mensualidad que mal merecía de aquella bondadosa mujer.
Después de un rato de regañarme por mis impulsivas decisiones pasadas, me incorporé y entré a la biblioteca; era más grande de lo que recordaba, pero continuaba pareciéndose a esos salones de película cuyos libreros esconden detrás el acceso a una habitación secreta. Paseé sin ruta mirando títulos y leyendo la contraportada de aquellos que me interesaban, hasta que después de varios minutos oí el motor del auto de Ana Saciña. Me asomé por la ventana -como perro impaciente por saludar a su dueño- para comprobar su llegada. Dejé el libro que tenía en mano y acudí a su encuentro; aunque solemos vernos y entablar breves -pero animosas- conversaciones en el campus, nos miramos con la misma satisfactoria impresión de quien halla algo que consideraba perdido.
-¡Enrique!… ¿Vienes por dinero? -Bromeó.
-Y por esa nueva televisión tuya.
-¡Ya me lo esperaba! Eres como los perros, olfateando enseguida cuando hay algo nuevo. -Me abrazó. -Vamos serios, ¿Qué te trae por aquí? No vi tu motocicleta ni en la acera ni en el garaje.
-He venido a pie.
-¡Lo que es ser joven!
-Pues, pensé en pasar un tiempo juntos. Te acompañaré a comer y después de ello, supuse que podíamos mirar unas películas o no sé, lo que quieras hacer. Es viernes, así que supuse que hoy estarías libre…
Mi tía me echó una mirada inquisitiva -una ceja amenazando con arquearse- antes de responder.
-Claro, por supuesto que estoy libre.
Mientras Margarita cocinaba, nos serví un par de copas de vino blanco. Mi tía dejó en la biblioteca su computador portátil y materiales de estudio que había traído consigo de la universidad y se sentó frente a mi; la luz se traslucía en la cortina a sus espaldas, dando el aspecto de un aura que proviniera de aquella increíble mujer. Antes de empezar a conversar, le miré con la atención más absoluta presta a todos los detalles de su persona; aquella sonrisa dibujante de las arrugas que evidencian el pasar de los años, las cejas pintadas a falta de profundidad natural, el cabello de un negro más profundo aun que las tinieblas; aquella era la mujer que viuda e incapaz de dar hijos, acogió como a uno a su sobrino quince años atrás; aquella era la mujer que me había criado en un ambiente rico en educación y cariño. En secreto le agradecí por haberme impulsado a vivir y por la compañía que permitió que curara la profunda herida que dejó el suicidio de mi madre, y pedí a la muerte que concediera el llevarme su recuerdo al más allá.
Comimos, charlando de cuando en cuando sobre la universidad, sobre sus compañeros de trabajo y de mis amigos. Preguntó por Aarón, quien fuera su alumno en alguna materia pasada: <<¿Qué tal se la pasó en Canadá?>> y <<Daniela… Puentes Villén -¿Así se apellida?- y él ¿Siguen andando?>>.
-Le fue bien, según me contó, incluso consiguió una oferta de trabajo para cuando esté graduado. -Fue la respuesta a la primer pregunta. -Sí siguen, de hecho es posible que Daniela se pase a vivir con él. -Respondí a lo segundo.
-¡Qué gusto que le vaya bien a Aarón! La gente que se esfuerza merece esa clase de logros.
Al terminar la merienda, pedimos a Margarita que antes de irse nos llevara unas tazas de café a la sala del televisor. Como era nuestra costumbre, mi tía escogería la primera película y yo la siguiente, siendo su elección un filme que siempre nos ha gustado mirar una y otra vez: Al Este del Edén. Pausábamos la reproducción cada que uno de nosotros tenía una opinión, ¡ocurriendo esto en incontables ocasiones! Como al recordar lo impactante que había sido la actuación de James Dean <<¡Kazan tuvo una excelente visión al escogerlo para el papel!>> siendo ese comentario el parteaguas de la conversación sobre lo legendario que permanecía siendo aquel actor y qué hubiera sido del cine contemporáneo si él no hubiese fallecido a tan corta edad. Profundizamos en cómo James Dean debió haberse convertido en símbolo de rebeldía desde su interpretación de Cal Trask en la película que mirábamos y en la naturaleza misma del ‘rebelde’ que Dean propuso con sus actuaciones; en constante reacción y batalla -agresividad misma de los animales cuando se sienten atrapados- pero de sentimientos nobles e incluso melancólicos. <<¿No me sentía igual de incomprendido cuando me fui de esta casa?>> comparé, mientras pensaba en aquellos personajes; <<Dotado de una luz cuyo hermoso brillo producía terribles sombras en el corazón>>.
Acabada la cinta, puse algo más reciente y que consideré podría gustarle. Mud es una película que explora el concepto del amor a través de la historia del dramático madurar del protagonista; relacionamos al niño de la película con los ‘rebeldes’ de James Dean, reflexionamos sobre lo natural que se manejó la historia para que incluso nos desviara de preguntarnos el cómo demonios llegó un bote acuático a la copa de un árbol; hablamos del rol del amor en el crecimiento de las personas y llegamos a una popular conclusión: el amor es peligroso. No fue hasta que concluyó la película que me platicó cómo fue que conoció a su esposo -tema que muy rara vez llegamos a tocar en todos estos años- y del papel de la sensualidad como etapa fundamental en el enamoramiento; la conversación se liberó de ataduras y siguió caminos extravagantes, como siempre, maravillándome por los análisis y conocimientos de mi tía Ana; convenciéndome aún más en que su razón diaria de vivir es el conocer, el aprender cosas nuevas sin importar el área a la que pertenezcan, esa es su pasión y lo que la ha convertido en la indudable erudito que representa para todo aquel que convive con ella… Eventualmente, la conversación fue incapaz de prolongarse más y como descansando de ella nos quedamos mirando hacia el vacío, procesando las ideas más relevantes y archivándolas en nuestras mentes. Pasamos varios minutos en silencio, hasta que ella decidió romperlo con una duda que seguramente llevaba largo rato conteniendo.
-¿Me has visitado porque estoy próxima a morir?
-No.
-Entonces ¿De qué viene esa melancolía que has venido a sacudir aquí? -Y tras aquel comentario, habrán sido mis ojos los que me delataran o simplemente lo dedujo, reaccionó. -¿Tú?
Abrí la boca un par de veces, pero fui incapaz de hablar. La tristeza había vuelto a azotar como un tsunami interior que ahogara mis palabras cuando a penas intentaba articularlas. Transcurrieron los minutos más largos que haya experimentado mientras me esforzaba por responderle.
-Me quedan seis días. -Finalmente logré decir con voz monótona.
Sus ojos se llenaron de lágrimas, nos dimos un abrazo tembloroso que se tornó en sólido y cálido.
-No te preocupes. -Agregué, en un intento por aminorar su angustia. -Ya lo he aceptado, ahora solo quiero disfrutar lo más que pueda.
Ella apretó la boca mientras asentía rápidamente con la cabeza, era claro que intentaba asimilarlo. Tal vez buscaba decirme algo capaz de reconfortarme. Volví a abrazarle con un poco de más fuerza en esta ocasión hasta que, a pesar de estar llorando, pudo volver a hablar.
-El último día, quiero que vengas aquí, conmigo ¿Podrás hacer eso? -Tragó saliva. -¿Podrás hacerlo por mi?
-Por supuesto que sí, tía. -Aseguré, sin saber que eso no podría suceder.
Tardó un rato en calmarse la tensión en el ambiente; serví más café en nuestras tazas, pero tardamos tanto en tomarles que enfriaron. En un momento me volteó a ver; una muy diminuta vibración en sus labios me hizo saber que iba a hablar, pero ya sabía lo que quería saber. Le platiqué como me había enterado, aunque ella ya sabía como se presentaba el espectro ante mi en esas noches infames; le dije cómo lo tomé y que había pensado acudir a su casa, pero que no quise alarmarla tan temprano en aquellas primeras horas de la mañana, y que la casa de Aarón era lo más cercano a mí. Durante todo el relato, su rostro continuaba melancólico, hasta que mencioné mi decisión por evitar dejarme vencer, le dije que estaba determinado en pasar mis últimos días en felicidad y tras escuchar aquello me dedicó una débil pero grata sonrisa.
-Estoy segura de que así será.
Salí por la puerta principal tras un largo abrazo, el más sincero que llegué a tener en toda mi vida; tomé un taxi a casa de Aarón y dentro del vehículo dediqué mis últimas reflexiones sobre mi tía. Reconocí una virtud que inconscientemente ya sabía de ella y era su fuerza; no suprimía sus sentimientos, los dejaba correr, escapar de su corazón para darse un respiro de la tristeza y seguir hacia delante; solo así había llegado hasta donde estaba; tan docta, tan activa, tan determinada; solo así había logrado superar la melancolía, pues ella a diferencia mía sí había sido víctima de la más cruel de las soledades: Se casó a los treinta años, pero fue incapaz de dar hijos, resultando sus intentos en cuatro abortos seguidos; tres años después, su esposo es asesinado por el cónyuge de su amante al encontrarle con ella en la cama; siete años más tarde, su hermana es encontrada muerta, confirmándose al poco tiempo que había sido un suicidio; casi a un lustro de aquello fallece su padre y le sigue su madre a solamente un año de diferencia; y ahora, al único familiar que le quedaba, le ha anunciado un ser sobrenatural que le resta una semana de vida. A pesar de episodios trágicos y de conocer la muerte de manera personal, Ana Saciña ha permanecido y continuará firme.
Aarón me miró entrecerrando los ojos, acusante. Me derrumbé en su sillón, como retomando el cansancio con el que debí haber marchado tras despertar en aquel mismo sitio. Mi amigo, con su tono característico de padre de familia, me reprendió por no contestar ninguno de los mensajes que me envió durante el día y demandó saber qué había hecho en todo ese tiempo; respondí a sus cuestionamientos sin mucho detalle, pero con la suficiente información para que comprendiera que había sido necesario. Aún con los brazos cruzados, se quedó contemplándome unos cuantos segundos y luego me dijo que íbamos a Thiasus. Al parecer, era noche especial, pues llegaba de visita el dueño de aquel club nocturno de su largo viaje.
Mientras esperábamos que llegara Daniela, sintonizamos un canal cualquiera de películas dobladas terriblemente al español. Saqué del refrigerador un par de latas de cerveza y bebimos, mirando al televisor pero sin prestarle lo mínimo de atención, perdidos en nuestros pensamientos. Cuando la novia de Aarón abrió la puerta -descubrí entonces que ya tenía su copia de las llaves- a él se le avivaron los ojos; Daniela me saludó alegremente y se disculpó por haber tenido una actitud negativa en la madrugada.
-¡No te preocupes! -Me apuré a contestar. -Te desperté, estabas en todo tu derecho de mentarme la madre incluso.
Rió.
-Bueno, es hora de irnos.
Paramos primero en mi casa, para ataviarme presuroso en un vestuario más decente. Luego tomamos una de las vías principales, abriéndonos paso al zigzaguear entre los demás vehículos. Ni bien habíamos entrado al club cuando fuimos saludados por diversos amigos y compañeros, así como por gente que se nos ha hecho habitual encontrar en las fiestas. Thiasus es quizás el lugar preferido al cual acudir de noche en Buen Luján. Se trata de una mansión construida en tiempos del virreinato, transformada por un joven empresario en un club cosmopolita de la más alta categoría; bailé al ritmo de las canciones populares mezcladas por un talentoso DJ, platiqué tanto con amigos como con desconocidos, interpreté y correspondí señales de una atractiva pelirroja que reconocí fue compañera mía en un par de materias; tal vez la seguiría más tarde. En un momento, me acerqué al bar a pedir una bebida y me topé con Aarón quien empujó mi codo con el suyo para después decirme: <<El monstruo ha salido de su cueva>>. No volteé inmediatamente, pero sabía a quién se refería; había llegado Mariana. Alcancé el vaso que había servido el barman y recargando la espalda en la barra le busqué con la mirada. Estaba ahí, en el centro de todo, como esperando los reflectores; le acompañaba el nuevo grupo de amigos -ella tampoco soporta la soledad- al que logró encajarse en poco tiempo. En mi mente palpitaron recuerdos y decepciones a un ritmo cada vez más acelerado; rencores que hasta entonces había pensado que jamás se borrarían. Sin embargo, yo había tomado una decisión… Y tras recordarla, me di cuenta que en verdad era lo más sano que podía hacer; la iba a perdonar. Tal vez sintiera nuestras miradas -la de Aarón conservando su desprecio- pues su vista se dirigió hacia nosotros; la sostuvo tan solo un minuto y después se desplazó hasta perderse entre las personas.
Conforme avanzó la noche, el tiempo parecía haberse acelerado; alrededor de las dos de la mañana, el dueño saludó a todos desde un balcón, recibiendo una ovación como si se tratara de una celebridad. Bailando, di la vuelta y me encontré frente a frente con Ivo, quien me saludó con esa hermosa sonrisa suya; estuve buen rato con él, conteniendo las ganas de besarle. Parte de la fiesta se mudó a la casa de la pelirroja, yo fui con ellos; bailé hasta el cansancio, bebí hasta que mis pasos fueron tambaleantes; desquité el deseo sexual reprimido en Thiasus con la anfitriona y después volví a la fiesta que sucedía en su sala a disfrutar de todo, decir sinsentidos y hacer estupideces lo más que pude hasta que desmayé.
Desperté al lado de la pelirroja: ella estaba desnuda. Mi índice y dedo medio mostraban la marca de su mordida lasciva al igual que mi hombro, y muy seguramente el picor que sentía en la espalda fueran rasguños. Sonreí y me dispuse a asir mis cosas. Ya comenzaba el segundo de mis días restantes.
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