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Déjame entrar

  • Julia M. González
  • 12 abr 2017
  • 1 Min. de lectura

“Déjame entrar”, me dice entre susurros

lanzados al frío plateado de la noche.

“Déjame entrar, que creo haberte visto entre sueños.

Llevabas la tristeza colgando de los ojos

y la melancolía mal disfrazada de sonrisa.

Déjame entrar, que mereces que te salven con poesía,

que si te salvo quizá termine salvándome también yo.”

“Déjame ahuyentarte los temores a besos”, me dice,

“desatar con los dedos esa locura que camuflas de inocencia,

perseguirte las angustias con caricias

y temblar de ansias bajo el roce de tu aliento.”

“Déjame jugar a los ciegos contigo,

memorizar cada resquicio de tu cuerpo con las manos

y sentir horas después que aún me arde tu contacto en la piel;

aprenderme con los labios tus lunares y cicatrices

y unirlos para formar nuevas constelaciones en mi cielo.”

“Déjate querer, que ya no sé qué hacer con este huracán en mi vientre,

con este fuego que me arde en las entrañas

y que quiero apagar bebiendo de tu boca,

que me he dejado los sueños en tu piel canela,

que mi esperanza se ha hospedado en tu espalda,

y me descubro buscando en mi piel el olor de tu cuerpo.

Se me van entretejiendo los días

en espera de me dejes amarte.”

“Déjame entrar”, me suplica a un paso de un beso

con los ojos encendidos de ansias

los labios temblorosos de deseo.

“Déjame entrar”, me dice entre susurros

lanzados al frío plateado de la noche

sin saber que tiene la puerta abierta de par en par.

 
 
 

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